Hazlo… Si tienes miedo, hazlo con miedo

Per . Actualitzat el

TESTIMONI DE

JESÚS MONLLAÓ

CONCIUDADANO TARRACONENSE

El 1 de octubre de 2017 pasé mucho miedo, pero acudí a la llamada de mi conciencia. Hoy sigo teniéndolo, pero me mantengo firme en mi apuesta por un nuevo país. Tarde o temprano, los que creemos en una realidad más democrática, progresista, republicana e internacionalista conseguiremos votar en un referéndum que también ampare a los que quieran votar que no. Si leyendo esto sientes desprecio, te crees las trolas sobre insurrecciones tumultuosas, celebras la cárcel para los «insurgentes» y aplaudes los palos que nos dieron, siento decirte que tienes un andamiaje mental totalitario. Si te crees demócrata y quieres enterarte de lo que realmente pasó el 1 de octubre (más allá de las mentiras oficiales) y de cuales son las aspiraciones legítimas de millones de personas, sigue leyendo… estuve allí.

Hace un año.
30 de septiembre de 2017
23 h: una veintena de ciudadanos somnolientos asistimos a la última actividad del día, la conferencia Los Caminos De Ronda en la Costa Tarraconense a cargo del geógrafo, fotógrafo y profesor Rafael López-Monné. El aplauso final me devuelve a un edificio en semioscuridad y a las actividades que han venido realizándose durante todo el día para evitar su clausura.
Unos pocos resistentes nos disponemos a pasar la noche en el patio. Una silueta femenina brama a contraluz desde la altura de una ventana -«¡Viva España, hijos de puta!». Nadie responde a la provocación. ¡Que manía la de confundir España con el Estado Español!
Una fotocopia sobre como resistir un desalojo sin violencia pasa de mano en mano. Los «desobedientes» lo leemos sin demasiada atención, el escenario represor no se contempla seriamente. La presencia de los «piolines» en el puerto parece un mal chiste. En una democracia madura estas cosas no pasan…
23:45 h: Echado sobre el cemento, no puedo dormir. No sé muy bien que hago aquí, tan solo sé que es donde debo estar. Mis ojos no quieren cerrarse, fijos en la ventana acusatoria todavía iluminada. Intento concentrarme en las estrellas, pero se me antojan otras ventanas que acechan en silencio.

1 de octubre de 2017.
01:30 h: presa de un mal presentimiento abandono el instituto. Me urge ver y besar a los míos. Cruzo en moto la ciudad desierta que está en capilla, de luto por algo que aún no ha sucedido.
4:30 h: suena el despertador. Mi cuerpo, hundido en la forma familiar de mi colchón, ha podido descansar un par de horas. Mi esposa y yo nos desperezamos; desplegamos nuestra rutina matinal con la extraña solemnidad de las ocasiones graves.
5:00 h: estamos ante nuestro colegio electoral, sorprendidos por la cantidad de gente que se agolpa en el exterior. La consigna ha sido la misma: mantener los edificios abiertos para garantizar el derecho al voto a los ciudadanos que lo deseen.
07:00 h: una figura emerge del interior. Pide voluntarios para las mesas. Mi pareja estrecha mi mano y me echa una de sus miradas -«te vas a meter en otro lío». Sonrío. Me abro paso entre los presentes, que aplauden mientras la procesión va por dentro. Dentro del colegio nos instruyen en el censo universal y nos aconsejan como reaccionar en caso de intento de confiscación de las urnas. Me siento clandestino e irreprochable a partes iguales.
09:00 h: el colegio abre al público. A pesar de haber pasado horas a la intemperie, las colas se forman sin estridencias. A los pocos minutos, el sistema informático se bloquea: el ciberataque al censo universal ha tenido éxito y el logo de la Guardia Civil aparece en los ordenadores. Casi simultáneamente empiezan a llegar los primeros vídeos de las cargas de los cuerpos de seguridad del estado. Mi corazonada se torna descorazonadora: la represión va en serio. El estado quiere impedir el plebiscito infundiendo terror a los votantes. Y lo está consiguiendo…
10:00 h: lejos de huir, los presentes forman improvisados grupos de voluntarios que se organizan para acomodar a la gente mayor que quiere ejercer su derecho. Algunos vecinos aparecen por la puerta con bandejas de croissants y bocadillos pagados de su bolsillo. Mi compañera de vida trae madalenas, botellas de leche y un termo de café. La veo emocionarse mientras da conversación a los ancianos sentados en las sillas del hall. Por primera vez en muchos años, un individualista como yo se siente parte de algo.
11:30 h: el censo universal por fin arranca. Algunos votantes nos estrechan la mano como si los de la mesa fuéramos héroes. Los observaré, hora tras hora, a través de la ventana haciendo cola, mientras yo estoy sentado tras una mesa electoral. Cuando por fin consiguen votar, en lugar de irse para casa, se quedan a ayudar. Los héroes son ellos, pero todavía no lo saben.
Los teléfonos enloquecen con los reenvíos de ciudadanos siendo apaleados sin miramiento: Sant Carles de la Ràpita, Sant Pere i Sant Pau, Torreforta, Sant Salvador, la dura intervención en el IES Tarragona. A metros de nosotros…
12:15 h: salgo a hablar con los votantes, instándoles a no abandonar el colegio: si se vacía, vendrán llevarse las urnas. Las «lecheras» han pasado un par de veces por delante sondeando el ambiente. Ensayamos estrategias para no entregarlas: protegerlas con el cuerpo, buscar escondites apropiados, saltar por una ventana e huir con ellas…
En medio de todo ese tsunami de adrenalina y miedo me emociono al ver a ancianos resueltos a ejercer su derecho, votantes enfundados en banderas de España que pasean con normalidad entre la gente y, a nivel más personal, el llanto a moco tendido de una ex-regidora del ayuntamiento que se funde conmigo en un largo abrazo después de emitir su voto, todo ello salpicado de mensajes de amigos que, horrorizados, me preguntan qué está pasando desde lugares tan lejanos como Abu Dhabi.
Las falsas alarmas se suceden una tras otra. Con cada «¡ya vienen!» paisanos de todas las edades bloquean aterrados la puerta del colegio electoral con las manos en alto y gritando: –«queremos votar!». Sí, tienen miedo a las porras, pero creo que le temen más a la pérdida de sus derechos. Desde la protección del interior del colegio me digo entre dientes que si entran a por la urna, la defenderé. Por suerte, el destino no me dará la oportunidad de poner a prueba mi compromiso democrático, cosa que agradezco.
14:30 h: en la mesa estamos reventados. El corre-corre, los bloqueos y desbloqueos del sistema de votación y la tensión acumulada nos ha impedido sentir sed, hambre o cualquier otra necesidad fisiológica. En un momento de bajón de votantes aprovechamos para picar algo y ejercer nuestro derecho al voto, que coincide con la «noticia» de que el censo está adulterado y de que cualquiera puede votar donde y cuantas veces desee. Para comprobarlo, intento votar de nuevo en la mesa de al lado. ¡Imposible! El censo universal no me deja emitir un nuevo voto, mi DNI ha sido registrado con anterioridad.
La violencia ha cesado. Las furgonas han sido sustituidas por mossos a pie que se encargan de comprobar que todo esté en orden. De ahora en adelante la tarde se desarrollará tranquila. A pesar de esto, el grueso de los votantes se quedará hasta el cierre del colegio. El miedo remite y da paso a otras sensaciones, unas viejas y otras nuevas. De entre las viejas, cabe destacar el tufo a naftalina de un presidente de gobierno que afirma con rotundidad que el referéndum no se ha celebrado. De entre las nuevas, la sensación de haber roto definitivamente mi contrato con una realidad política y discursiva obsoleta y estar siendo testigo de la construcción de otra nueva, más social, más democrática y más digna.

Hoy.
26 de septiembre de 2018
Se me enturbian los ojos y me bulle la sangre recordando como los antidisturbios arrinconaron a mi madre de 76 años a empellones o como noquearon a un amigo saxofonista golpeándole por la espalda mientras andaba con los brazos en alto. Para unos aquella votación fue otro «butifarrendum» sin valor que atacaba los fundamentos de su inmutable realidad nacional. Para otros representó lo que Walter Benjamín definió como el tiempo mesiánico, la irrupción de un accidente sociológico –lo que Ramón Grosfoguel llamará el acontecimiento– que sustituye una estructura político-social por otra. En román paladino, la gota que colma el vaso…
Más allá de la construcción de rebelión violenta en las calles para justificar una represión que disimule las contradicciones de una democracia joven con demasiados lastres del pasado, a día de hoy un alto porcentaje de la población catalana (nadie sabe cuantos porque no nos dejan contarnos) vive ya ajena al estado español. La llegada de la izquierda al poder central ha supuesto otra decepción, pues las políticas en relación a los presos políticos o su pasividad ante los ataques a la lengua o instituciones catalanas no han cambiado en absoluto. El pulso autodeterminista ha forzado los límites del discurso progresista hasta romperlos, igual que en su momento destapó el cariz autoritario de la derecha.
Tengo malas noticias para los que votamos Sí o No el 1 de octubre de 2017: no hay interlocutor en el estado español, que nos sigue considerando súbditos irredentos y compra tiempo confiando en dos estrategias: el suflé que acabará por deshincharse o la aplicación más dura del 155. Sólo un poder que menosprecia a su ciudadanía se atreve a molerla a palos por algo tan saludable como expresarse en las urnas. Ese poder experimenta ahora dificultades para definirse como demócrata y se ve obligado a reajustar su relato a través de los medios de comunicación estatales, inventándose una violencia que nunca se produjo para excusar los abusos.
Lo que las fuerzas de seguridad no pudieron lograr hace un año se intenta ahora hostigando a la población con grupúsculos neo-falangistas azuzados y financiados por partidos irresponsables que están dispuestos a atizar el odio con tal de lograr sus objetivos políticos.
Votemos lo que votemos, las gentes que vivimos en Catalunya no podemos comulgar con ruedas de molino de este calibre a menos que seamos unos fanáticos o que no pisemos nunca la calle. Esto no va de grupos sanguíneos, apellidos catalanes, barretinas al viento o emigrantes andaluces marginados; la batalla real se está dando en el terreno de la democracia participativa y del republicanismo. Sólo desde la incultura, el pragmatismo político rayano en la sociopatía o la más profunda deshonestidad intelectual pueden defenderse los principios de sedición, rebelión y golpe de estado desde una perspectiva «catalana» de los hechos.
El acontecimiento del 1 de octubre de 2017 demostró que muchísima gente estaba dispuesta a arriesgarse por un futuro diferente, más inclusivo y más democrático. Ni la prisión ni el terror se han mostrado eficaces para atenuar el movimiento autodeterminista. El estado español está haciendo añicos su constitución convirtiéndola en un corsé insoportable para una parte de su ciudadanía. Si quiere seguir unido al club de las democracias avanzadas sólo queda el camino de una negociación que incluya un referéndum vinculante.
La otra opción la encarnan los patriotas que desde siempre han despreciado a Europa (aunque ahora disimulen) y siguen creyendo en la inmutabilidad del mito de la unidad de destino en lo universal. Piden más contundencia, que inventen ellos y que muera la inteligencia. Pero España ya ha transitado ese camino antes, y es muy posible que si consiguen el poder suficiente para reprimir Cataluña como se lo pide el cuerpo, la opresión no desemboque esta vez en el esperado acoquine de los catalufos, sino en una declaración de independencia unilateral, inapelable e irreversible. Y ahí lo dejo…